jueves, 17 de junio de 2010

El sexenio de la muerte

Por Marco Eduardo Murueta

Con la tendencia actual, es probable que antes de las elecciones federales de 2012 se llegue a más de 40 mil ejecuciones durante este fatídico sexenio. Será el record con el que Calderón y su fallido gobierno serán recordados por decenas de años. El sexenio de la muerte. Es su marca, su signo. Un genocidio de jóvenes que por diversas causas de origen social se vieron envueltos en esta vorágine tanática. Calderón está rebasando a Díaz Ordaz y a Echeverría juntos en la huella necrológica que deja. Desde la guerra de Los Cristeros entre 1926 y 1927 no habíamos tenido tanta mortandad violenta en México. Esa sensación de muerte se agrava con la indolencia que produjo la muerte de 49 niños en la guardería ABC en Sonora y otros tantos con graves quemaduras, el manejo jurídico que se ha tenido, así como lo sucedido con el caso Paulette, el asesinato de jóvenes por parte de la Border Patrol y de otros asesinatos cometidos por el Ejército.

Ni los diputados, ni los senadores, ni la Suprema Corte, ni los gobernadores, ni los líderes de los partidos políticos, ni los líderes sindicales, ni casi nadie que tenga acceso a los medios de comunicación masiva parece preocuparse suficientemente por la demente estrategia del gobierno federal, cuyos resultados están a la vista: con frecuencia rompe sus records de muerte y violencia. Parece que nadie, ni Obama o Sarkozy, pueden detener la necedad calderónica para sostener políticas cada vez más obsoletas y contraproducentes. Una vez más, el pueblo mexicano pagará, ahora y en el futuro, los costos del jueguito macabro de este pseudopresidente, como sigue pagando el fobaproa de Zedillo y las consecuencias de las privatizaciones salinistas.

Calderón se excusa absurdamente al sentenciar que “la mayoría de las muertes violentas” son de “criminales”, a los que él ya juzgó y sentenció en un juicio sumario, después de muertos. Asesinatos que –por esa concepción- ni siquiera la procuraduría se ocupa de investigar y de intentar detener y someter a juicio a los asesinos. Implícitamente, Calderón acepta “la ley del oeste”, que hace valer el que mata primero al adversario. Así también justifica que el Ejército realice funciones de exterminio, asesinando a mansalva a presuntos delincuentes cuando éstos se encuentran cercados y rendidos. La lógica no es detenerlos y aplicar la ley sobre sus presuntas acciones delictivas, sino matarlos. Calderón es, pues, un asesino manifiesto, explícito, confeso y sin juicio (hasta ahora).

Calderón está dispuesto a arriesgar y ofrendar las vidas de los soldados y de los policías, pero –desde luego- no la suya propia. Con frialdad reitera cada vez que puede que –desgraciadamente- en su vana lucha se perderán muchas vidas humanas, como si fueran un recurso más que hay que gastar o invertir en un proyecto. No importa que en realidad cada vida sea única e insustituible. Calderón juega al gotcha con balas de verdad, pero él dirige desde afuera. Ahora quiere convencer de que lucha por la seguridad de las familias, cuando su política ha llenado de sangre el territorio nacional. Calderón no tiene remedio, sin duda se mantendrá terco hasta el último día; y luego, puede llegar otro personaje parecido que hasta lo meta a la cárcel y, por otro lado, nos imponga otra serie de políticas absurdas, en una agonía social interminable.

El problema es si el pueblo mexicano va a continuar siendo simple espectador de la destrucción de la Patria. Estamos en el doble centenario.

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